LA MÚSICA Y LA REVOLUCIÓN RUSA (III)
¿Qué nos quedó de la Revolución?
Sergei Prokófiev y Sergei Eisenstein
En el primer capítulo de esta serie nos adentramos en el panorama de la música y los compositores rusos previos a la Revolución, y en el segundo vivimos los momentos clave y también las guerras internas de las Vanguardias rusas hasta los albores del comienzo de la tercera década del siglo pasado. Vimos las corrientes totalmente enfrentadas que representaron los músicos de la Asociación para la Música Contemporánea (ASM) y los de la Asociación Rusa de Músicos Proletarios (RAPM).
Como ya anticipamos, en los años 30, el poder cercena de raíz cualquier tipo de vanguardia o novedad e impone lo que se conoce como el realismo socialista. ¿Cómo llegamos ahí?
La respuesta es compleja y tiene multitud de variables –la música y en igual medida las artes no son algo aislado sino que forman parte de un todo– pero hay algunas claves que no debemos olvidar.
Socialmente nos encontramos con que tras la “locura” de los años 20 y la colectivización forzosa, la sociedad soviética –compuesta en su mayoría por antiguos campesinos superficialmente urbanizados– necesitaba asentarse, y en buena medida, eso pasaba por volver a un mundo conocido y placentero, más realista, lo que implicaba alejarse del concepto “imaginario” de la Revolución.
Políticamente, tras los años que habían pasado desde la muerte de Lenin, Iósif Stalin se asienta sin oposición en el “trono” soviético. Estamos en una Unión de Repúblicas, pero para construir el socialismo y ser grandes y poderosos, necesitamos comportarnos como un único pueblo en una única patria.
Ambos aspectos desembocan en la vuelta a la gran tradición rusa como el nexo de unión del “pueblo soviético”. El glorioso y ancestral pasado ruso –el futuro pasa a un segundo plano– es la imagen perfecta donde reflejar el maravilloso presente, auténtico paraíso del pueblo donde todos “somos camaradas que nos llevamos bien”, “donde tenemos la enorme suerte de vivir”, y donde “formamos parte de un único pueblo en el que no hay disidencias”.
El realismo socialista
En abril de 1932, Stalin disuelve por decreto todas las asociaciones y grupos artísticos autónomos surgidos en la década anterior. Las nuevas asociaciones de “escritores y artistas” –en nuestro caso la Unión de Compositores Soviéticos, que en décadas posteriores llegó a tener más de dos mil miembros– quedan bajo el estricto control del Partido Comunista. Dos años más tarde, Andréi Zhdánov, el ideólogo y mano derecha de Stalin –llegó a ser consuegro– establece la única estética soviética posible: el realismo socialista.
En él, el arte y consecuentemente la música deben mostrar la belleza de la sociedad y deben servir de propaganda de los logros que alcanza la patria. Deben hacerlo a través de un lenguaje simple y accesible, que impacte en los nuevos habitantes de las ciudades, que como dijimos antes, eran grandes masas de antiguos campesinos.
Interior de la Catedral de San Basilio en Moscú
Para crear ese “maravilloso” presente, se vuelve al mármol y a la pintura realista, al estilo de los grandes museos del pasado. El ejemplo más significativo son las estaciones de los metros de Moscú y Leningrado –San Petersburgo–, convertidas en auténticos “palacios del pueblo”. Se vuelve también a la herencia de la Iglesia ortodoxa y sus iconos que nos conectan con el pasado ancestral de Rusia. La pintura hiperrealista se convierte en pura propaganda de la sociedad soviética –con una estética heroica y triunfalista que se asemeja a la de la Alemania nazi– y la arquitectura vuelve a su faceta más académica. La música por su parte, se llena de melodías pegadizas y tarareables, en su mayor parte de origen popular, que recuerdan al pueblo que vive en un paraíso.
Estación del metro de Moscú
Para Zhdánov, las normas no están marcadas, son arbitrarias y se modifican en cualquier momento según las “necesidades objetivas” del Partido.
Salirse de los cánones del realismo socialista implicaba automáticamente ser acusado de formalista, es decir, destacar la forma sobre el contenido y acercarse a la música occidental, decadente y burguesa a partes iguales. Lo que en principio, eran simples consignas arbitrarias que eso sí, conllevaban una censura implícita, a partir de 1936 se convierte en puro terror.
La gran purga, los años del terror
El asesinato en diciembre de 1934 de Serguéi Kírov, Jefe del Partido en Leningrado, que el tiempo ha demostrado que fue instigado por la mano de Stalin, le sirvió a éste para cambiar las tornas, acusar de antisoviéticos a centenares de miles de personas, entre ellos a casi todos los bolcheviques que habían tenido un papel de relieve en la Revolución de octubre o en los gobiernos de Lenin, y desatar “La Gran Purga”, que solo entre 1936 y 1939, significó el exilio para 40.000 ciudadanos, la condena a trabajos forzados en el Gulag sin ninguna garantía legal para más de un millón, y la ejecución para otros 700.000.
En ese orden de cosas, cualquier denuncia podía ser fatal. Varios de nuestros “amigos” de la Asociación para la Música Contemporánea (ASM) lo sufrieron en sus propias carnes. En el pasado episodio ya vimos lo que sucedió con Nikolay Roslavets o con Alexander Mossolov. Por su parte, Gavriil Popov o Nikolay Miaskovski capearon como pudieron el temporal, aun a costa de “guardar en el armario” partituras del calibre de la 1ª Sinfonía de Popov, que por su fuerte influencia mahleriana, era un claro ejemplo de formalismo.
Pero con lo que de verdad el Régimen disfrutaba, era “poniendo en su sitio” a las glorias patrias. Ninguno de ellos ni nadie estaba por encima del pueblo. Escritores, pintores y cineastas acompañaron a los músicos en esta dura época. Literatos muy populares como Isaak Bábel, Titsián Tabidze o Boris Pilniak pagaron con su vida. Otros, como Mijaíl Bulgákov, Anna Ajmátova o Boris Pasternak, fueron silenciados. En el campo de la cinematografía, hasta el mítico Sergei M. Eisenstein tuvo problemas. Su inspirador y el de tantos otros, Vsévolod Meyerhold, el gran revolucionario del teatro y de la ópera, fue fusilado. Entre los músicos, las dos figuras más reputadas eran Sergei Prokófiev y Dmitri Shostakovich.
Sergei Prokófiev en la portada de la revista Time del 19 de Noviembre de 1945
En el primer capítulo de esta serie nos encontramos con Sergei Prokófiev, el único compositor que vivió a caballo entre la Rusia soviética y occidente. Reconocido como uno de los músicos con más talento y personalidad del S.XX, fue un autor prolífico que abarcó casi todos los géneros: operas, sinfonías, conciertos, música para ballets, para películas, de cámara e instrumental. Nada se le resistió. ¿O sí?
Algo que siempre quiso y que de entrada, pocas veces consiguió: el calor del público, el reconocimiento a su obra. Por tanto, mientras que para sus coetáneos, la relación con la Revolución y el posterior régimen soviético se puede ver en términos políticos y sociales, en Prokófiev es algo distinto. Muchas de las decisiones –a priori incomprensibles– que tomó a lo largo de su vida, se entienden desde esa necesidad de ser reconocido por el público.
Despuntó desde muy joven, y a los veintidós años ya había compuesto varias óperas, obras instrumentales y su primer concierto para piano. Tuvieron un éxito relativo, ya que fueron consideradas demasiado modernas. Durante la 1ª Guerra Mundial se recluye en el Conservatorio de Moscú y escribe su ópera “El jugador” basada en la obra homónima de Feodor Dostoyevski. El estallido de la Revolución de febrero de 1917 aborta el estreno, lo que le supuso una verdadera decepción. El posterior triunfo de la Revolución de octubre le lleva a trasladarse e instalarse en los EE.UU durante los siguientes cuatro años. Allí se gana la vida como pianista y sigue componiendo. Alguna de sus obras como la Sinfonía clásica o el Primer Concierto para violín son bien recibidas, pero otras no (sobre todo su ópera “El amor de las tres naranjas”, estrenada en Chicago en 1921), por lo que decide irse a vivir a Paris.
Su encuentro con el empresario Serguéi Diáguilev le llevó a componer varios ballets y en estos años estuvo dedicado a componer su ópera “El ángel de fuego”, que iba a ser estrenada en Berlín en 1927. Tardó en terminarla por lo que la ópera no se representó, hecho que sumió al compositor en la zozobra.
Prokófiev siguió tocando y componiendo en la Europa occidental –es de destacar que el 1 de diciembre de 1935 estrenó en el Teatro Monumental del Madrid su Segundo Concierto para violín con la Orquesta Sinfónica de Madrid dirigida por Enrique Fernández Arbós y siendo el solista el violinista francés Robert Soëtans– hasta que en 1936 tomó la decisión más sorprendente de su vida: volver a la Rusia soviética. ¿Por qué?
Se han escrito ríos de tinta sobre esa decisión, y la opinión más extendida fue que tras una gira de conciertos con bastante éxito por el país, las autoridades soviéticas le prometieron que por fin, podría ver estrenada “El ángel de fuego”. Con su vuelta, la propaganda del régimen se puso a funcionar –era el primer artista que regresaba, y no uno cualquiera– pero la controversia no hizo más que empezar. Fue muy sonado el comentario de Igor Stravinsky: “La vuelta de Prokofiev solo fue debida a la necesidad que tenía de alcanzar la fama. No había tenido éxito ni en los EE.UU. ni en Europa. Fue un completo ingenuo desde el punto de vista político”.
Estaba feliz de su regreso a Moscú, aunque su idea era compaginarlo con su carrera internacional. Sin embargo, a las pocas semanas de su vuelta, el régimen empezó las purgas comentadas anteriormente. En 1937, dado el clima reinante y ante el rechazo de Platon Kerzhentsev, el Jefe del Comité Estatal de las Artes, retira su “Cantata para el vigésimo aniversario de Octubre” antes del estreno. En 1938 le retiraron el pasaporte, con lo que ya no podía abandonar el país. Sus giras americanas que eran una buena fuente de ingresos se fueron al traste. Pronto se dio cuenta de su error, pero no había vuelta atrás. Sin embargo, su situación mejoró en los años de la guerra, gracias a obras como su Quinta Sinfonía, sus tres sonatas para piano conocidas como las Sonatas de guerra –sexta a octava– estrenadas por los grandes Sviatoslav Richter y Emil Gilels, o la música para la película Iván el Terrible de Sergei M. Eisenstein.
Dmitri Shostakovich desde sus inicios al final de la 2ª Guerra Mundial
Es imposible resumir la figura de Dmitri Shostakovich en unos párrafos aunque lo vamos a intentar. Nacido en San Petersburgo en 1906, obtiene su primer gran éxito con solo 19 años. Su Primera Sinfonía, compuesta para finalizar sus estudios en el Conservatorio, gana el primer premio de composición y es recibida con alborozo tanto en Rusia como Europa y América –en 1931 Arturo Toscanini dio la premier neoyorquina con la New York Philharmonic–.
Repasando de su vida, podemos seguir la evolución de los hechos que venimos comentando en estos artículos. Vive con pasión el clima de libertad cultural que describimos en el episodio anterior, y se hace miembro de la ASM. En 1928, con 22 años, compone “La nariz”, ópera surrealista y satírica sobre el célebre cuento de Nikolai Gogol, que bebe tanto de las corrientes modernistas occidentales como de la tradición rusa. También participa de la música futurista, enérgica, de ritmos agresivos y sonidos discordantes de finales de la década de los 20, con su ballet “El perno”.
En la primera parte de la década de los 30, empieza el resquemor ante lo que se avecina. Aun así, hay partituras “modernas” como su “Primer Concierto para piano”, sus “Preludios para piano” o su primera “Suite de Jazz”. Su segunda ópera, “Lady Macbeth de Mtsensk” –con un libreto duro donde hay violencia, asesinatos, infidelidades matrimoniales y violaciones– se estrena en Leningrado en enero de 1934 y se convierte en un nuevo éxito, llegando a teatros de todas las repúblicas. Pero un par de años después, en enero de 1936, el realismo socialista le estalla en plena cara.
El 26 de enero de 1936, Stalin y Zhdánov acuden a una nueva producción de la ópera en el Bolshoi. Salen indignados y solo dos días después, el propio Stalin publica en el periódico Pravda su famoso artículo “Caos en lugar de música”, donde machaca la obra sin piedad, y describe uno a uno todos los defectos: melodías imposibles de memorizar; sonidos estridentes, disonantes y caóticos; y realismo cruel, descarado, que muestra lo peor de la sociedad. Ejemplo de música claramente “formalista”, típica del gusto obsceno y degradado de la sociedad burguesa.
La obra cayó inmediatamente del cartel del Bolshoi y del resto de teatros donde se representaba. Pocos días después, Pravda ataca de nuevo su ballet “El arroyo luminoso”. En esos momentos, un ataque así no solo significaba cortar de raíz la carrera musical del músico joven más popular de la Unión Soviética, sino lo que es peor, podía equivaler a una sentencia de muerte.
Como primera reacción, el músico que entraba en la treintena autocensuró lo que iba a ser su Cuarta Sinfonía, trágica y expresionista, también de influencia mahleriana, que significaba una evolución lógica de la vanguardia de la década anterior, y que no vería la luz hasta 1961.
Poco después, le llaman a la Casa Grande de la NKVD. Estaban buscando cargos contra su amigo el general Mijaíl Tujachevski, uno de los militares de mayor prestigio del país, participante destacado en la Revolución de octubre y Mariscal de la Unión Soviética. El cargo es haber participado en un falso complot para matar a Stalin. Shostakovich debe denunciarlo, pero se niega. Le dan un día para reflexionar o tomarán medidas. Cuando se presenta al día siguiente, el oficial que iba a depurarle no está. Afortunadamente para él, esa misma noche también había sido depurado.
Por el momento, Shostakovich se salvó –Tujachevski, sin embargo, fue ejecutado en junio de 1937– aunque su situación no mejoró. En un clima de gran tensión, pensando que cada día podía ser el último, compone su Quinta Sinfonía, más dinámica, con un final enardecido y con unos movimientos lentos de gran expresividad. Estrenada en Leningrado el 21 de noviembre de 1937, el público dictó sentencia con una recepción apoteósica y el Régimen le perdonó…de momento.
Sin llegar quizás a la gravedad de los casos de Roslavets o Mossolov, Shostakovich sumó así su nombre al de Prokófiev. Nunca volvió a ser igual. Su calidad compositiva no mermó, y fue capaz de crear uno de los lenguajes más interesantes y personales de todo el S.XX, pero se alejó para siempre de la vanguardia.
En un primer momento, se refugió dando clases en el Conservatorio de Leningrado, y al igual que en el caso de Prokófiev, en los años de la guerra su relación con el régimen mejoró. El 5 de marzo de 1942, el estreno de su Séptima Sinfonía alcanzó fama mundial. Fue retransmitida en directo a toda la URSS. Tras el inmenso éxito, la partitura fue microfilmada –900 páginas– y a través de un viaje de más de un mes, de tintes novelescos, con paradas en Teherán, El Cairo y Londres –Sir Henry Wood la estrenó el 29 de junio– llegó por fin a los EE.UU. donde Arturo Toscanini, Sergei Kousevisky y Leopold Stokowsky se disputaron los derechos de la premier. Fue el italiano quien se llevó el gato al agua y la estrenó el 19 de julio con su Orquesta Sinfónica de la NBC, con retransmisión por radio en directo a todo el país. Finalmente, el 9 de agosto de 1942, el estreno de la obra en Leningrado se convierte en un acto de propaganda de la “heroica resistencia del pueblo ruso”. Asiste la plana mayor del Régimen en pleno asedio alemán. Los nazis tratan de bombardear la Gran Sala de la Philharmonia mientras la artillería soviética lo impide.
Dmitri Shostakovich en la portada de la revista Time del 20 de julio de 1942, un día después de la premier americana de su Séptima Sinfonía
El decreto Zhdánov
El régimen comunista, tras su “aparente” reconciliación con los músicos, esperaba que éstos celebraran la victoria sobre la Alemania nazi con grandes partituras triunfalistas. Pero ni la Novena Sinfonía de Shostakovich, ni la Sexta de Prokófiev ni otras partituras de colegas suyos cumplían sus objetivos. De nuevo, el binomio “realismo–formalismo” volvía a la palestra. Y en febrero de 1948, Zhdánov, de nuevo Zhdánov, en una especie de “déjà vu”, reaviva la pesadilla y vuelve a promover un decreto en el que la asamblea de la Unión de Compositores acusa a casi todos ellos –Shostakovich, Miaskovski, Prokófiev, Khachaturian o Shebalin– de formalistas y enemigos del pueblo. Sus obras se vuelven a prohibir.
Cada uno se refugia en lo que puede. Shostakovich sobrevive gracias a la música para películas –aunque compone y guarda en el cajón obras de una tremenda carga simbólica como el “Ciclo de canciones populares judías, op. 79” o su cantata satírica “El rayok antiformalista” – hasta que es rehabilitado un año después para aprovechar su prestigio en los EE.UU. En marzo de 1949, la Unión de Compositores envía a tierras americanas una delegación para participar en la Conferencia Cultural y Científica por la Paz Mundial. En un principio, Shostakovich se niega –si sus obras están prohibidas, no puede representar a la música soviética– pero le rehabilitan y el propio Stalin le obliga a ir.
Khachaturian o Shebalin también son rehabilitados poco tiempo después tras admitir sus “errores”. Sin embargo, Miaskovski, con cerca de 70 años, no recula y se encierra en sí mismo hasta su muerte, un par de años después.
El caso más sangrante es el de Sergei Prokófiev. Días después de la publicación del decreto, su primera mujer, la española Carolina Codina –Lina para los amigos– fue acusada de espionaje y condenada a veinte años de trabajos forzosos, de los que solo se libró tras la Amnistía general otorgada tras la muerte de Stalin. El destino le gastó una última broma. Falleció en Moscú el 5 de marzo de 1953, cuatro horas antes que Stalin.
Su muerte pasó completamente desapercibida hasta que terminaron los fastos desplegados en el entierro del dictador, y debido a ella, no llegó a ver su rehabilitación completa.
Su caso, como ya anticipamos en la primera entrega, no se puede analizar como el del resto. Su figura controvertida pasó entonces a otro nivel. Su música poco a poco ha ido calando y hoy en día está totalmente restablecida. Incluso en 1954 se estrenó por fin la versión de concierto de “El ángel de fuego” en el Teatro de los Campos Elíseos de Paris, y un año después la versión escénica en el Teatro de la Fenice de Venecia. En cualquier caso, su figura ha quedado para la historia y aún más su vuelta a la Rusia soviética. El propio Dmitri Shostakovich lo expresó con claridad meridiana: “Durante quince años había estado sentado en dos sillas; en Occidente se lo consideraba un soviético y en Rusia un visitante de Occidente. Prokófiev resolvió que sería más ventajoso para él trasladarse a la URSS, pero se equivocó de medio a medio”.
¿Qué nos quedó de la Revolución?
Tras la muerte de Stalin, la situación tendió a normalizarse, y siguió los altibajos de la propia política soviética. Desde la primera apertura que significó la subida al “trono soviético” de Nikita Khrushchev, que dio pie a momentos tan significativos como la victoria del pianista estadounidense Van Cliburn en el Primer Concurso Tchaikovski, a periodos de cerrazón como los vividos en varios periodos del “reinado” de Leonidas Brézhnev.
Shostakovich aun compuso una gran cantidad de obras maestras –sus tres últimas sinfonías, sus últimos cuartetos o la “Sonata para viola”, su escalofriante canto del cisne–. La enorme cantera de músicos rusos, aislada de la vanguardia occidental representada por la Escuela de Darmstadt, seguía dando sus frutos. Compositores como Sofia Gubaidulina, Edison Denisov, Galina Ustvolskaia, Rodion Schedrin, Alfred Schnittke, Valentin Silvestrov, Giya Kantcheli o el genial Mieczysław Weinberg, tan distintos entre ellos, son dueños de lenguajes propios, con personalidad definida.
David Oistrakh
El nivel de los intérpretes –Sviatoslav Richter, Emil Gilels, Rudolf Barshai, David Oistrakh, Vladimir Ashkenazi, Yuri Bhasmet, Gidon Kremer o Mstislav Rostropovich– y los directores –Yevgeni Mravinski, Kirill Kondrashin, Gennadi Rodeszvenski o Yevgeni Svetlanov– es y ha sido formidable.
El nivel musical del pueblo ruso también. El pianista Van Cliburn alucinaba con que el Concurso Tchaikovsky se retransmitiera por radio, Khrushchev lo recibiera y hablara de música con él, y que la gente lo aclamara por la calle, mientras que hasta su victoria, incluso en el ámbito clásico era un completo desconocido en los EE.UU.
La pregunta que nos queda es si fue debido a la Revolución o si todo esto hubiera sucedido de igual modo. Son muchas las preguntas y pocas las certezas.
Lo único evidente es que la Revolución marcó un periodo de creatividad increíble, que la propia maquinaria soviética desmontó sin contemplaciones, y que a pesar de ello, la música y los músicos rusos fueron capaces de salir adelante y mantenerse en el elevado lugar que les corresponde en el panorama musical.